El
ultraviolento western de Quentin Tarantino cuenta con las virtudes
tradicionales del que alguna vez fue el
niño terrible de Hollywood: música pop, personajes fascinantes (sumados a un talento especial para elegir a los actores que los interpretan), estallidos
de violencia inesperada, su capacidad para tomar los géneros cinematográficos y
deformarlos mientras los homenajea, esa autoconciencia que nos indica que
estamos en el mundo del cine y que nos permite también cierta reflexión (al
estilo de Jean-Luc Godard).
Y además, hay
en este film una muestra dificil de olvidar de lo que fueron los años de la esclavitud en EE.UU. en dos escenas de esas que traumatizan al espectador.
Tarantino homenajea apasionadamente al más tradicional de los géneros
norteamericanos mientras refriega la cara de sus compatriotas sobre las
atrocidades cometidas por su propio país. Leonardo
DiCaprio compone un gran villano, apenas superado por el esclavo esclavizador de Jackson.
Hay divertidísimas apariciones de
Don Johnson y Jonah Hill en una secuencia que parece extraída de un film de los
Monty Python. Jaime Foxx logra imprimirle autenticidad a su recorrido de
esclavo a vengador, pero es eclipsado indefectiblemente por el brillante
trabajo de Waltz (con el que ganó su segundo Oscar, ambos en films de Tarantino).
El clímax de
la película, que nos recuerda a uno de los momentos mas impresionantes de
Kill Bill, nos deja exhaustos, pero con una satisfacción cinematográfica y también moral. Bienvenidos al salvaje oeste,
donde la venganza es un plato que se sirve caliente.